El Remiso Mr. Darwin


Autor/es: David Quammen
El Remiso Mr. Darwin
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El remiso Mr. Darwin es un libro recomendable para cualquiera que se haya preguntado no sólo por lo que este científico dejó dicho sino también por su personalidad. A partir de sus cuadernos secretos sobre la «transmutación» y su correspondencia personal, David Quammen ha esbozado un vivo retrato de uno de los gigantes de la ciencia. La evolución era, a principios del siglo XIX, una idea que estaba en el aire. Otros pensadores ya habían apuntado en esa dirección, pero ninguno había proporcionado una explicación convincente de cuál era su mecanismo. Fue en septiembre de 1838 cuando un joven inglés llamado Charles Darwin dio con la idea de que la «selección natural» entre individuos que compiten entre sí daba lugar a adaptaciones asombrosas y a la diversidad de las especies. Entre dicho descubrimiento y la publicación de El origen de las especies iban a transcurrir veintiún años. El drama humano y las razones científicas de tal demora dan lugar a un relato intrincado y fascinante que desentraña el carácter del cauto naturalista que desencadenó la mayor revolución intelectual. El retrato de Quammen arranca con el regreso de Darwin tras su viaje de cinco años a bordo del Beagle, y analiza su empeño en reunir la información, y adquirir la confianza, para publicar el libro que habría de desbancar al hombre de su puesto privilegiado en la creación divina. Esta biografía, escrita con abundantes dosis de ingenio y astucia, destaca sobre la marea de libros que están viendo la luz con ocasión del bicentenario de Darwin. -Publishers Weekly Misión cumplida: a modo de introducción Charles Darwin ocupa un lugar peculiar en la historia de la ciencia y la historia social. Su nombre, de tan conocido, resulta casi cotidiano; sus ideas, sin embargo ?con una sola excepción?, tienen poco de cotidianas. Es una figura fundamental, un icono, pero eso no supone ni que sean muchos los que le han comprendido, ni que se le haya comprendido bien. Si la comunidad científica emitiera billetes de banco, eso sí, el rostro que aparecería en los billetes de un dólar sería el de Darwin. Es un rostro que inspira confianza, tan impasible como amable, como el de George Washington en el grabado procedente del cuadro de Gilbert Stuart; oculta, sin embargo, al igual que el de Washington, venas profundas de complejidad y tensión. Algo sabe todo el mundo acerca de quién era Darwin, lo que hizo y lo que dijo, y lo que la mayoría de la gente cree saber es que fue quien urdió «la teoría de la evolución ». No es que esto sea del todo falso, tan sólo confuso e impreciso, pero se ignoran los aspectos más profundamente originales, arriesgados y cautivadores de la obra de Darwin. Ya se le tenga por héroe, ya por el coco, la gente da por hecho que conoce a Darwin de un modo que no sucede con Copérnico, Kepler, Newton, Linneo, Charles Lyell, Gregor Mendel, Albert Einstein, Marie Curie, Niels Bohr, Werner Heisenberg, Alfred Wegener, Frederick Hubble, James Watson o Francis Crick. Una muestra de esta supuesta familiaridad es el desparpajo con el que 11 se emplean en el lenguaje cotidiano los términos «darwinismo» y «darwiniano», que pretenden reducir a la simplicidad de una etiqueta una obra diversa que no se presta tan fácilmente a esa reducción. Olvídense del darwinismo; no existe. A menos que se defina por medio de una estipulación arbitraria ?que incluya estos conceptos y no esos otros? de un modo nunca practicado por el propio Darwin. ¿Y qué es darwiniano? Bueno, la fascinación por las palomas de fantasía es darwiniana, en el sentido de que a nuestro hombre, durante cierto periodo, le subyugaba su palomar lleno de buchonas, colipavas y runts. El gusto por los paseos largos y solitarios en las proximidades del hogar es darwiniano. Los episodios recurrentes de vómitos sin causa conocida son, como se verá, muy darwinianos. Lo que pretendo poner de relieve es lo siguiente: Charles Darwin no fundó un movimiento ni una religión. Jamás fabricó un credo hecho de axiomas científicos y los hizo grabar sobre piedra bajo su nombre. Era un biólogo de vida retirada que escribía libros. A veces cometía errores, y a veces cambiaba de parecer. A veces trabajaba en asuntos menores, y otras en temas trascendentales. Es cierto que la mayoría de las obras que publicó comparten un único tema de fondo: la unidad de toda vida, reflejada en los procesos de la evolución. Pero este tema aparece particularizado en forma de diversos conceptos, algunos de los cuales encajan bien entre sí y son todavía valiosos para la biología, mientras que otros ya no lo son. Es preferible examinar sus ideas de manera individual a tratar de meterlas todas en el mismo saco bajo una única etiqueta. Copérnico, entre los grandes científicos mencionados antes, es el que ha tenido un impacto más parecido al de Darwin, en tanto que éste continuó la revolución iniciada por aquél, que abría los ojos de la humanidad al hecho de que no ocupamos una posición central en el universo. Darwin extendió esta toma de conciencia del campo de la cosmología al de la biología. «Se habla a menudo ?murmuraba para sí en uno de sus primeros cuadernos de notas? del maravilloso acontecimiento de la aparición del hombre, ser pensante». A Darwin, por su parte, no le impresionaba tanto el surgimiento del «hombre, ser pensante» y añadía, llevando la conel remiso mr. darwin 12 traria, que «la aparición de insectos dotados de otros sentidos tiene más de maravilloso». Este comentario herético muestra que, desde el inicio de sus cavilaciones sobre cómo se originan las especies, Darwin negaba a la humanidad la condición semidivina que se otorgaba a sí misma y nos implicaba en el embrollo de la lucha y el cambio. No era un humanista, por humana que fuera siempre su actitud. Si de motivo de asombro se trata, antes que el cerebro del Homo sapiens estaban los instintos arquitectónicos y de orientación de la abeja melífera. Afirmo que Darwin «continuó», y no «completó» la revolución copernicana contra el antropocentrismo, porque la batalla no ha terminado. Muchas personas, incluso algunas que aceptan la teoría de la evolución de Darwin (como sea que la entiendan), no asumen con todas sus consecuencias las implicaciones de lo que escribió. La mayor de sus ideas, más importante que la misma evolución, resulta ser demasiado fuerte, demasiado cruenta e inquietante. Esa idea fue lo que llamó «selección natural» e identificó como el principal mecanismo del cambio evolutivo. Según la concepción de Darwin (confirmada desde entonces por siglo y medio de datos nuevos aportados por la biología), la selección natural es un proceso carente de finalidad, y sin embargo, eficaz. Impersonal, ciega al futuro, no tiene meta alguna, tan sólo resultados. No tiene más guía que la supervivencia y el éxito reproductivo. A partir de variaciones amplias y dispersas, seleccionadas y acumuladas, produce un orden pragmático. Los factores que la impulsan son la hiperfecundidad y una competencia letal; sus consecuencias directas y derivadas son la adaptación, la complejidad y la diversidad. La selección natural pone de manifiesto un elemento de azar que contradice la noción de que los seres vivos de la Tierra, sus capacidades (incluidas las humanas), su pertenencia a sus entornos y las relaciones entre ellos, reflejen alguna clase de plan divino predeterminado. A los proselitistas del creacionismo que promueven programas políticos de inspiración cristiana, por tanto, les asisten buenas razones para contemplarla con aversión y alarma. Esos proselitistas del creacionismo no están solos en su discrepancia del pensamiento evolutivo. Han hallado motivos para la esmisión cumplida: a modo de introducción 13 peranza, en años recientes, en el alto grado de resistencia que perdura ?en los Estados Unidos, al menos? frente a lo postulado por Darwin en el año 1859. Sus iniciativas políticas (en el seno de diversos parlamentos estatales y de consejos escolares locales) han sido persistentes, pero fracasadas en su mayoría. Se ha fallado en su contra en procesos judiciales importantes, tales como Edwards contra Aguillard, en 1987, en el que el Tribunal Supremo de los EEUU declaró inconstitucional la ley para implantar el creacionismo en las escuelas de Louisiana, o Kitzmiller contra Dover, en 2005. Pero en una cosa no se equivocan: la opinión pública alberga un grado alarmante de ambivalencia ante el asunto. Los Estados Unidos posmodernos son un caldo de cultivo de puntos de vista preevolucionistas. Quizá ustedes hayan escuchado afirmaciones en el sentido de que una tercera parte de los estadounidenses ?¿o es el cuarenta por ciento, o más incluso?? no aceptan la realidad de la evolución. He aquí unas cifras concretas: 45, 47 y 44. La empresa Gallup, en noviembre de 2004, tras más de mil entrevistas telefónicas, halló que el 45 por ciento de los consultados estaban de acuerdo con la afirmación siguiente: «Dios creó a los seres humanos en su forma actual, o poco menos, en algún momento de los últimos diez mil años aproximadamente». Resumiendo: creacionismo. Otra afirmación, ofrecida como alternativa, decía que los humanos «se fueron desarrollando a lo largo de millones de años a partir de formas de vida menos avanzadas, pero Dios guió el proceso». Resumiendo: evolución teísta. Dicha opción contentaba al 38 por ciento de los consultados. Solamente el 13 por ciento estaba de acuerdo con la afirmación de que los seres humanos se habían desarrollado a partir de otras formas de vida sin intervención divina. Resumiendo: evolución materialista. (Y el resto no sabía/no contestaba. Resumiendo: Váyase, estamos viendo la tele). Lo más chocante de estos resultados no es que la resistencia a la teoría de la evolución se exprese en cifras tan altas en una u otra encuesta; lo más chocante es que permanezcan inalterados en seis muestreos paralelos a lo largo de toda una generación. Allá por 1982, dando a elegir entre opciones idénticas, Gallup halló que el el remiso mr. darwin 14 44 por ciento de los encuestados estaba de acuerdo con que Dios, y no la evolución, había creado a los seres humanos. El porcentaje alcanzó un máximo del 47 por ciento en 1999, y nunca ha bajado del 44. Si estas encuestas son fiables, casi la mitad de la población estadounidense prefiere entender el origen de las especies como si Charles Darwin jamás hubiera existido. Otro sector considerable, entre el 37 y el 40 por ciento a lo largo de los años, prefiere la opción «guiada por Dios», que sigue siendo totalmente opuesta a lo propuesto por Darwin. En síntesis, la aritmética queda así: entre el 81 y el 87 por ciento de los estadounidenses rechazan la perspectiva de Darwin sobre la evolución humana. Gallup no es la única organización que se dedica a constatar el fenómeno. Una encuesta más reciente, realizada en julio de 2005 por el Pew Research Center for the People and the Press, junto con otra empresa asociada, encontró que el 42 por ciento (entre 2.000 estadounidenses entrevistados) sostenía que «los seres vivos han existido en su forma actual desde el principio de los tiempos». Otro 18 por ciento optaba por la evolución teísta, al menos en lo tocante a los humanos, opción que especificaba que el proceso tenía que haber sido «guiado por un ser supremo». De manera que los resultados de Pew son ligeramente menos negativos en total que los de Gallup: un rechazo de Charles Darwin de sólo el 60 por ciento, en lugar de superior al 80. Quizá las encuestas no sean de fiar. Quizá las cifras fueran muy distintas en Inglaterra, Suecia o la India. Quizá la misma mezcla típicamente americana de escepticismo y evangelismo que condujo al pleito de Scopes en 1925 siga animando a muchos ciudadanos que simplemente prefieren tomar sus ideas sobre biología de las sagradas escrituras antes que de la ciencia. Quizá la pregunta sobre la evolución humana sea engañosa y toque un punto demasiado sensible; quizá Gallup y Pew deberían preguntar si Dios creó, pongamos, a los canguros arborícolas en su forma actual. O quizá... ¿quién sabe? No pretendo ofrecer una explicación definitiva para unos niveles de escepticismo y obstinada aversión tan extremos frente a un descubrimiento científico tan bien asentado. Francamente, me deja perplejo. Pero esos resultados de Gallup ?combimisión cumplida: a modo de introducción 15 nados con la incesante ofensiva política contra la enseñanza de la biología evolutiva en la escuela pública? dan fe de algo más que la perenne importancia de Charles Darwin. La relevancia de sus ideas es una cuestión candente en el terreno educativo y político. Hablando por un momento a título personal, yo he venido a toparme con el asunto por un camino indirecto. No soy biólogo, ni historiador. Carezco prácticamente de formación académica en el campo de la ciencia. Sin embargo, durante los últimos veinticinco años me he ganado la vida sobre todo como periodista científico, y las nociones sobre biología evolutiva y ecología que pueda tener las he reunido de forma autodidacta (es decir, leyendo, sobre todo publicaciones científicas) y dando una tabarra infernal a los expertos. Durante estos años, he gozado de una oportunidad privilegiada: la de pasar mucho tiempo sobre el terreno con biólogos de campo. Realizar encargos para diversas revistas y documentarme para escribir libros me ha permitido recorrer a pie selvas tropicales, remontar ríos desde Mongolia hasta el Amazonas, pasear por sabanas ecuatoriales, merodear por islas remotas y, de diversas maneras, pasar tiempo al aire libre con algunos de los científicos más inteligentes y curtidos del mundo. Aparte de hacer progresar (lentamente) mis conocimientos sobre ciertos ecosistemas y especies, así como sobre algunos de los conceptos fundamentales de la ecología y de la biología evolutiva, estas experiencias me han hecho ver que los biólogos de campo son, por lo general, un gremio de gente extraordinaria, inteligentes, apasionados, pacientes, simpáticos y duros de pelar, tanto física como intelectualmente. Hay quien admira a los militares, a los cirujanos, a los bomberos o a los astrofísicos, a los misioneros médicos o a los vaqueros. Yo admiro a los biólogos de campo. Esto es una parte de lo que me trae a Darwin. Él mismo fue biólogo de campo, claro, durante un periodo crucial de su vida: los cuatro años, nueve meses y cinco días que pasó como naturalista a bordo del Beagle, un barco de la marina británica enviado a cartografiar ciertos tramos del litoral sudamericano. Aquel viaje duró desde 1831 hasta 1836. Darwin tenía entre veintidós y veintisiete años, una edad ideal para realizar los mayores esfuerzos en cirel remiso mr. darwin 16 cunstancias difíciles y absorber el mayor número de impresiones y datos nuevos. Mientras el capitán y la tripulación del Beagle hacían su trabajo, el joven Mr. Darwin recolectaba especímenes marinos con una red de plancton arrastrada por la nave y realizaba largas excursiones en tierra firme con el fin de seguir reuniendo ejemplares y observar. Inexperto al principio, gradualmente se fue convirtiendo en un científico metódico y con una aguda capacidad de observación. Visitó Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, Perú, Nueva Zelanda, Australia, Sudáfrica y una serie de pequeñas islas oceánicas, entre ellas Cabo Verde, las Azores, Tahití, Mauricio, Santa Helena y las Galápagos. Tras su desembarco en Falmouth el 2 de octubre de 1836, no volvería a abandonar Gran Bretaña jamás. Los días de excursiones y biología de campo habían terminado. Había llevado a cabo con éxito su misión, y con eso estaba ya bastante satisfecho, al menos por una temporada. Otros biólogos de su misma época (tales como Alfred Russel Wallace y Henry Walter Bates, de los que luego se hablará) podían pasar una década realizando un trabajo de campo durísimo en el Amazonas, en Borneo o donde fuera; para Darwin, sin embargo, cinco años fueron todo un atracón. La mayor parte de su labor científica, a lo largo del resto de su vida, consistiría en lecturas para documentarse, correspondencia, experimentación, disecciones, observaciones realizadas en los prados y bosques cercanos a su casa y meditaciones. En parte por problemas de salud, en parte por inclinación intelectual, se convirtió en un individuo muy de puertas adentro. De puertas adentro desarrolló sus ideas. Por tanto, pese a mi parcialidad favorable a los biólogos de campo y pese a la importancia que tuvieron aquellas intensas experiencias tempranas en la formación del pensamiento posterior de Darwin, he escogido un camino contrario a mis querencias: omitir de este relato la travesía (salvo como telón de fondo), y dar comienzo a la historia en el momento en que la travesía acaba de concluir. ¿Por qué prescindir del episodio más famoso de la vida de Darwin? Por tres razones. En primer lugar, precisamente por ser el más famoso. Aparte de otras cosas que puedan saber sobre Darwin, es probable que sepan que una vez navegó en un barco llamado Beagle, que visitó las misión cumplida: a modo de introducción 17 Galápagos y vio allí unos reptiles y aves interesantes. La segunda razón es una cuestión de economía y límites, o por decirlo más llanamente, de brevedad. La vida de Darwin ha sido narrada muchas veces, y por biógrafos excelentes (a destacar Janet Browne, en su magistral Charles Darwin en dos volúmenes, y el equipo formado por Adrian Desmond y James Moore, en su incisivo tomo de ochocientas páginas Darwin: The Life of a Tormented Evolutionist [Darwin: vida de un evolucionista atormentado]), así como por otros no tan excelentes. Pero la mayoría de la gente no ha leído ni una sola vez esa historia. Cómo no, se trata de una historia ligeramente distinta en cada caso, según lo que relata o bien omite quien la cuenta, según el sesgo que le da y los propósitos que le animen. Lo que yo me he propuesto ha sido dar forma a un tratamiento conciso, en parte narrativa y en parte ensayo, preciso pero de agradable lectura, de este tema imponente y enormemente complejo. Quería esbozar, en un número de páginas no muy grande, la madurez y el desarrollo de un hombre de ideas fecundas, con particular énfasis en una sola de ellas. Y la tercera razón para saltarme los años del Beagle: las aventuras intelectuales posteriores de Darwin son, en mi opinión, todavía más emocionantes que sus correrías por la Patagonia y las Galápagos. Por encima de todas esas aventuras destaca el descubrimiento de la selección natural. Esa idea, contemplada con ojos nuevos, con todo lo que implica, es maravillosa, impresionante y terrible. Resulta aún más maravillosa cuando se considera su procedencia: una intuición profundamente radical por parte de un hombre profundamente cauteloso. El tímido patriarca calvo y de larga barba, el criador de palomas y cultivador de primaveras, el inglés tan celoso de su privacidad, que acabó sin embargo enterrado en la abadía de Westminster, el tipo con un rostro que quedaría bien en los billetes de banco, nos presenta una imagen confortable y de andar por casa. Pero no todo en Charles Darwin resulta tan confortable y hogareño. En la raíz de su obra hay un materialismo difícil e inquietante. Ése es uno de los asuntos que trato de explorar en este libro. Otro de ellos es que este materialismo le resultaba difícil y angustioso a sí mismo. Índice Misión cumplida: a modo de introducción 11 El entramado se desploma: 1837-1839 19 El huevo del kiwi: 1842-1844 49 Punto de agarre: 1846-1851 79 Un pato para el señor Darwin: 1848-1857 115 Su abominable volumen: 1858-1859 143 La idea más apta: 1860 hasta el futuro 191 El último escarabajo: 1876-1882 219 Notas sobre las fuentes 235 Bibliografía 251 Agradecimientos 267 Índice alfabético 271

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