Glosario Crítico de Gestión Cultural

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Sin precisar su contenido, la cultura está instalada en el espacio público y en torno a ella y a sus posibles significados giran los principales mensajes globales sean estos esperanzados o pesimistas. A la cultura imputamos obstáculos imponderables y capacidades infinitas, pero nos resistimos a asociarla al ámbito de lo concreto porque resulta más práctico, paradójicamente, que se trate de un paradigma elástico a escala universal. Seguramente así va a seguir siendo, pues también forma parte de la mentalidad contemporánea que la cultura pueda existir desdoblada en imprecisión abstracta y reducción concreta según convenga al contexto. Este glosario es una prueba palpable de esa dualidad, y su utilidad ?si la alcanza? ha de consistir sobre todo en invitar a la reflexión acerca de las consecuencias «ejecutivas» de este estado de cosas. Como «glosario» las páginas que siguen significan la frustración de un diccionario ?que requiere una empresa colectiva? y también una cierta advertencia sobre la inviabilidad de una hipotética enciclopedia del sector cultural que, en realidad, sólo es imaginable en cada uno de sus sectores fenomenológicos, tarea para la que ya existen obras útiles. Es un glosario compuesto por los términos considerados más mportantes desde la perspectiva del autor en la que intervienen una experiencia concreta, una orientación subjetiva a partir de ella y, al final, todos sus vacíos de conocimiento que se han ido revelando más severos conforme avanzaba el trabajo. A la hora de traspasar las indecisiones y cumplir con el objetivo han pesado dos razones que, sin ánimo de pomposidad, tienen algo de vitales a efectos de la profesión y las ideas. La primera de ellas es la onstatación, larga en el tiempo, del escaso conocimiento del trabajo de los gestores culturales por parte de quienes hemos incurrido en teorizar sus tareas e incluso formar a esos mismos gestores. Conocimiento escaso que con demasiada frecuencia acaba contraponiendo un muro de erudición académica impenetrable al sentido común que, cada día, la gestión cultural ha de poner en juego. Así es que, personalmente, tenía contraída una larga deuda con la gestión cultural, con sus dudas y sus certezas, de la que había aprendido a enfocar temas y a trabajar sobre el terreno. El otro motivo es la oportunidad, no sé si urgente o aplazable o desesperanzada, de advertir la vitalidad que vuelve a cobrar el bucle de la vaguedad en la cultura. Somos herederos de una forma de pensar que atribuye a la cultura valores espirituales y a la civilización logros materiales; como se recuerda en el glosario esa perspectiva tiene una razón histórica que hoy nos parece ya diluida, pero sin embargo tengo la sensación de que comenzamos a padecer otra salida por la tangente: la cultura sigue siendo espiritual, y cara, en tanto que las grandes metas nos las ha de proporcionar la sociedad del conocimiento. Es decir, ya tenemos nuevo paradigma modernizador, tan fluido o más que la civilización en el pasado, cuya rentabilidad corporativa facilite mantener a la cultura como el gran intangible, la pariente pobre a la que nadie negará jamás el mantenimiento del fuego familiar (los contenidos). Las dos razones no han dejado de retroalimentarse mientras avanzaba el glosario. Y crecían hacia un cierto grado angustioso, especialmente desde que aparecieron las primeras noticias de que la administración estadounidense estaba replanteándose si recurrir a la «diplomacia cultural» para frenar su mala (pésima) imagen internacional. Replanteando porque ya la empleó, y muy bien, durante las décadas de la Guerra Fría con efectos que ?otra vez la idea del bucle?, pasada su vigencia, no han podido evitar que la hegemonía deje de ser considerada como tal. Lo más probable es que no se repitan las fórmulas. Pero entre tanto las inconsistencias sobre la diplomacia cultural, la acción cultural en el exterior, los disfraces de la cooperación cultural con o sin desarrollo de por medio, encontrarán nuevos vuelos con los que seguir excluyendo al sector cultural, a sus administraciones y a sus profesionales de las relaciones entre países, mientras la sociedad del conocimiento expanda su legítimo negocio y los servicios diplomáticos occidentales su capacidad de improvisación de lo ya sucedido. La cultura entera, económicamente dualizada como está, no corre riesgo de perder el tren. No lo corre porque seguimos convencidos de que ya viajamos en trasbordador espacial. Y creo que la convicción se alimenta de tanto escuchar desde distintos frentes discursivos lo importante que es la cultura y qué necesario resulta su prístino caudal sin contaminaciones del perverso siglo XX; es decir, sin tocar bola en la televisión, ni en la información, ni en la informatización que son terrenos a todas luces poco culturales. La cultura conviene que mantenga su elasticidad y su adaptabilidad a los vaivenes de las políticas sociales, de los batacazos educativos, de los achiques laborales o la individualización del entretenimiento. Parece razonable. Dice la sociología recientemente, además, que estamos asistiendo a un ascenso inaudito de la cultura popular merced a la persistencia de los valores jóvenes en el tiempo, que comporta también una disolución de las diferencias de clase en los estilos de vida, en los gustos y modas; que en ese ascenso tiene que ver la incorporación de la mujer a su plena ciudadanía, o la convivencia de la alta cultura en el conjunto con total naturalidad, o la inclusión de una religiosidad más o menos nueva. No queda claro (al menos para algunos) si este proceso es universal ni si debe deducirse que así es ahora la cultura. Creo que, aparte de otros análisis, esta propuesta de la sociología adolece justamente de perspectiva histórica en la que comprender cómo se han formado las tradiciones a lo largo del tiempo; quizá por la aversión que esa ciencia social le tiene al concepto e idea de mentalidad con la que cabe comprender que toda la historia deviene en persistencias de lo que generaciones sucesivas fueron considerando sus valores jóvenes de un día. Y sobre la disolución de las diferencias de clase, más parece un espejismo provocado por la individualización de la vida social a golpe de marcas, que invita a cifrar los estilos de vida en estilos de consumo, tendencia de la que desde luego no se libra la cultura misma.

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