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La seguridad social fi gura entre las mejores aportaciones del denominado Estado del bienestar. Construida sobre la experiencia previa de otros instrumentos de protección social, ha extendido progresivamente su ámbito de aplicación y ampliado sin descanso su acción protectora. Últimamente, sin embargo, parecen dibujarse horizontes más sombríos para la seguridad social, fundamentalmente por el crecimiento imparable de su ritmo de gasto y, a la postre, por sus limitaciones presupuestarias. Muchos dudan, en efecto, sobre la sostenibilidad de un sistema tan sensible a los cambios demográfi cos y a las vicisitudes económicas. Sin embargo, hay razones para seguir confi ando en un sistema que pudo levantarse en condiciones de mayor difi cultad y que ha sido capaz de sobrevivir a lo largo de tanto tiempo. Siempre, claro está, que reciba los oportunos cuidados. La sociedad debe luchar por la protección efi caz de las situaciones de necesidad de sus miembros, pero es evidente que la seguridad social no puede soportar cualquier nivel de gasto, sencillamente porque sus recursos no son inagotables. La seguridad social sólo podrá ser generosa en el grado que decida serlo la propia sociedad, y sólo podrá ser solvente si toda la población la respalda sin fi suras. Su base no es otra que la solidaridad entre todos los ciudadanos. Su aspiración no puede ser otra que el bien general.