Seabiscuit

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Seabiscuit fue un campeón inesperado. Era un caballo con un tamaño inferior al que le correspondía, de pelo corto, con una triste y pequeña cola y unas manos que nunca acabaron de enderezarse. En una galopada golpeó una valla lateral con una mano como si estuviera aplastando una mosca y durante dos años luchó con sus cuidadores y se debatió en los niveles más bajos de las carreras, malentendido y malcriado, antes de que su talento dormido fuera descubierto por tres hombres. Uno de ellos era Red Pollard, un boxeador y jockey fracasado que había estado viviendo en un establo desde que hubiera sido abandonado de niño en un hipódromo temporal. Otro era Tom Smith, ?el llanero solitario?, un enigmático destroza-portros que procedía de los dudosos límites que durante generaciones de sabiduría arcana acerca de los secretos de los caballos habían aplicado a su entrenamiento. El tercero era un veterano de caballería llamado Charles Howard, antiguo mecánico de bicicletas que se había hecho rico introduciendo el automóvil en el Oeste americano. Durante el sofocante verano de 1936 Howard compró Seabiscuit por un precio de ganga y se lo confió a Smith y Pollard. Compitiendo en los años más duros de la depresión, el que había sido para los ricos un caballo harapiento se convirtió en un símbolo cultural americano, acaparó una inmensa y fanática expectación, inspiró una avalancha de mercadotecnia y se erigió en el mayor productor individual de noticias de 1938 (que recibía más cobertura informativa que Roosvelt o el propio Hitler).

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