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No fui a descubrir mundo ni a bautizar lugares jamás hollados por el pie de un blanco. No. Yo sólo fui de viaje, a encontrarme con la gente, con los paisajes, con los olores, los sabores, los ríos o los animales. Ya sé que a cualquier sitio donde vaya ya habrá llegado mucho antes un "gallego". Y no sólo no me importa sino que lo he buscado a él o a sus descendientes para un rato de conversación, para un trago, para compartir una tarde. Porque fueron las personas y los personajes, los vivos o las leyendas, y las historias de los que pasaron antes que yo, los que más me hicieron gozar y sentir en el camino. Y por ello éste es un libro donde se mezclan Álvar Núñez Cabeza de Vaca y Alicia Ibáñez, la "reina de Coiba"; Vasco Núñez de Balboa y Rebeca en su bar de isla Colón; mi amigo y maestro Miguel de la Quadra Salcedo y el recuerdo de los indios ona; Sarmiento de Gamboa y las andanzas patagónicas de Butch Cassidy y Sundance Kid; el delta del Okavango, el Kruger, los elefantes, los búfalos, los hipopótamos, los leones, lo guepardos, el atardecer de África con Víctor y Richard o Bruce, mis "rangers" de Botsuana o de Sudáfrica; J. L. Stevenson, "Tusitala" y la policía samoana desfilando con sus faldas azules; mis compañeros del Camel Trophy y la china infernal que me detuvo en la frontera de Los Ángeles, porque yo soy de Guadalajara y hay una ciudad muy, muy grande con ese nombre en México; el sacristán de San Ignacio de Arareko, remojado en tesguino y los chicos de la Ruta Quetzal corriendo con Bonifacio y Rodrigo, los tarahumanas de Batopilas en medio de la noche y alumbrados por antorchas. Hay aquí aventura, pero no reto, ni gloria, ni conquista ni afán parecido. La aventura es más interior, más humilde, más de sonrisa y cercanía que de gesto arrogante y colonizador, más de lo cotidiano, del comer, del beber, del reír, del cansancio, la tristeza o la nostalgia que de lo heroico o monumental. Mi viejo sombrero sudafricano me acompañó siempre. Allí donde lo colgaba, muchas veces en el mismo clavo de donde también pendía mi chinchorro, se convertía en mi casa, en mi pequeño territorio. Hoy cuelga, jubilado, en la pared de mi despacho rodeado de libros y recuerdos que regresaron conmigo y que salpican el álbum fotográfico de la memoria. Mi perro Lord teme que cualquier día lo descuelgue y yo me vea incapaz de explicarle que no ha de esperar cada hora mi regreso.